lunes, 8 de septiembre de 2014

LA NUEVA NOVELA: PRENSA PERUANA

Diario UNO, Lima, 31 de agosto de 2014


“Creo en los procesos de exorcismo
que uno puede practicar
en sí mismo”

Marco Fernández
Redacción

La más reciente novela de Alfredo Pita, El rincón de los muertos (Textual, 2014), tiene como título la traducción en español de Ayacucho, ciudad peruana cuyo nombre es referente del esplendor de la música, entre otras artes, pero que también recuerda “un sentimiento genuino de terror y de espanto”.

El autor de Días de sol y silencio. Arguedas: el tiempo final, considera que “alguna gente piensa que olvidar es sano”, pero él opina todo lo contrario: “Tirar la basura bajo la alfombra es lo peor que podemos hacer, siempre”.
Y así es. Ayacucho, donde se vivió con mayor intensidad el fenómeno de la violencia de los grupos armados, estatales o no, desde la aparición del MRTA y Sendero Luminoso, lleva en su nombre un sino fatal.
Alfredo Pita
El libro está dedicado a su padre, a quien le prometió escribirlo, y a los amigos de martirio en Uchuraccay. “Los hechos dramáticos de la historia transcurren en 1991, o sea prácticamente ocho años después de Uchuraccay, pero la tragedia continuaba y necesariamente Uchuraccay está en el telón de fondo”, refiere.

—¿Cómo así prometió a su padre este libro?

—Hablando de mis planes de escritura, en algún momento, le dije que iba a escribir seguramente de Ayacucho, porque era un tema que me obsesionaba, y él me dijo “Creo que es un deber para ti, es un deber que tú tienes porque has sido testigo. Escríbelo cuanto antes”. Y yo se lo prometí, pero no lo terminé hasta ahora.

—Hábleme del narrador, el periodista, de su novela…

—Se llama Vicente Blanco y es español. Llega a Ayacucho en 1991 a conocer el horror, pero no lo piensa así. Llega a conocer y a reportear esta guerra de la que se habla tanto en Europa y que le fascina incluso a mucha gente. Una guerra que ha sido lanzada en el Perú por un grupo extraño y misterioso que tiene el nombre de Sendero Luminoso. Muchos periodistas como él llegan en esa época al Perú y llegan a entender rápidamente que se trata de una guerra demente que en las circunstancias del Perú de esa época solamente pudo tener los efectos que tuvo: la locura llamando a la locura en medio de un país violento e injusto lleno de desigualdades y frustraciones. En el momento que llega Vicente Blanco, somos una especie de rompecabezas muy difícil de entender, pero fascinante.

—¿Por qué el narrador tiene que ser un europeo y no un peruano? ¿Cómo eligió a un narrador tan distante?

—Es una pregunta de cajón para la que no me he preparado, pero te respondo con honestidad. Yo estuve en Ayacucho el año 83, poco después de Uchuraccay, y una de las cosas que me dio esas semanas de reportaje fue mi situación de total orfandad cultural para acercarme realmente a lo que estaba pasando. ¿Y qué me faltaba, si yo era un peruano, un provinciano, un cajamarquino? ¿Te imaginas a un limeño, a un costeño? Uno de los dramas del Perú es ese, somos un país multicultural al que los mismos peruanos nos acercamos con dificultad.

—A veces nos sentimos extranjeros dentro de nuestra propia tierra…

—Es ese sentimiento: un peruano que va a contar algo sobre Ayacucho tiene una obligación de fidelidad que su propia condición de peruano le impide concretar. Entonces, yo opté porque mi narrador fuese distante y, de algún modo, “inocente”, sin conocimientos y sin culpa ni prejuicios. Que no llegase a Ayacucho a despreciar ni a sentirse culpable, que llegase simplemente a entender, y eso a un peruano de mi época el drama de Ayacucho no se lo permitía fácilmente. Creo que esa es una de las razones por las que opto por mi narrador extranjero que cuenta su historia en primera persona.

—Han pasado 30 años más o menos para verla publicada… 

—Esta novela la comencé a escribir hace doce o trece años y la interrumpí en la primera fase de escritura porque comenzaron a salir una serie de libros sobre la violencia y me pareció, y quién sabe si me he equivocado, que en ese momento se convertía en moda, que había una especie de tendencia a acercarse a la violencia y a la tragedia que había sido Ayacucho con una especie de exotismo y un cierto aprovechamiento. Entonces detuve la escritura de la novela, hacia el año 2004, y he escrito otras cosas mientras tanto. Hace dos o tres años volví a la escritura de la novela.

—¿Qué aporta esta novela en comparación a otras que abordan el tema?

— Es una pregunta muy difícil de responder. Yo no sé si aporte algo, simplemente me permite a mí cumplir con un proceso necesario de extirpación: la extirpación del mal. Yo he sido testigo del mal; he visto cadáveres todos los días que estuve allá reporteando; he visto los efectos devastadores de la violencia ayacuchana en la sociedad peruana de los ‘80; he visto el dislocamiento no solamente de lo que era la sociedad peruana, sino de lo que era lo mejor de la sociedad peruana de aquella época: el movimiento popular. A comienzos de los años ‘80, el movimiento popular peruano no solamente estaba en auge, sino que era una real posibilidad de un proyecto político. Lo que consiguió la insurrección maoísta fue entronizar en el poder a un grupo de militares fascistas y corruptos que gobernaron junto a Fujimori y que nos han dejado el Perú que estamos viviendo y que es el Perú de antes, solamente que más inicuo, porque cierra cada vez más toda posibilidad de revuelta, de reivindicación, de desarrollo de proyectos políticos populares viables. Entonces, testigo del mal y escritor de ficciones, yo no me podía dedicar tranquilo a otros temas teniendo en mí lo que había visto.

—¿Y ha conseguido extirpar el mal?

—Yo creo que el mal no se extirpa fácilmente, que no se limpia uno completamente, pero creo en los procesos de exorcismo que uno puede practicar en sí mismo, y creo también en los procesos de exorcismo y salvación que las sociedades deberían practicar colectivamente para librarse de las tragedias que las condenan, que les imponen destinos inviables. Yo amo apasionadamente al Perú. Cuando vengo, tan pronto como puedo, me voy al norte, a Celendín (su tierra natal); pero ya sea en Lima o en Celendín, encuentro con objetividad que la incultura y la corrupción que nos gobiernan tienen los mismos efectos. Si en Lima roba el alcalde, en Celendín también, y allí el alcalde destruye la ciudad. Me parece que desde lejos, observándolo al Perú con amor, veo las cosas terribles que lo hacen inviable, una de ellas es el gran desprecio social y otra la incultura que nos imponen. Casi pareciera que es una cosa planificada.

Tres tristes epígrafes


Son tres los epígrafes del libro: uno del Apocalipsis, una paráfrasis de una de las expresiones de Jesús en la cruz, y otra de Juan Luis Cipriani, donde el entonces arzobispo de Ayacucho dice: “… la Coordinadora de Derechos Humanos, esa cojudez”.
“No ha sido muy conscientemente deliberado, pero ahora que lo dices creo que hay un encadenamiento lógico y una cierta armonía en la evocación del horror y de la maldad cuando revisten el discurso religioso”, dice Pita.
Incluso Vladimir Yankelevich, a quien pertenece el segundo epígrafe, refiere en modo inverso un pasaje bíblico de Cristo en la cruz: “Señor, no los perdones porque ellos saben lo que hacen”.

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