lunes, 1 de abril de 2013

UNA NOVELA SOBRE LA VIOLENCIA Y AYACUCHO

LA VOZ DE LA CALLE, No 219. Trujillo, 8 de marzo 2013.
Esta es una versión ampliada de la entrevista que hace poco publicó el diario capitalino La Primera. Ante nuestro pedido, la entrevistadora, la periodista Gloria Cáceres, nos ha autorizado a publicarla, lo que le agradecemos, pues consideramos que es de mucho interés para nuestros lectores (CBL).

“UNA NOVELA QUE DEBÍA A MIS
 MUERTOS Y A MÍ MISMO”

Por Gloria Cáceres V. 
Hace unos días, la emisora francesa Radio Paris Pluriel entrevistó al reconocido escritor peruano Alfredo Pita para tratar temas de su trayectoria y obra. Pita habló con libertad y solvencia de su narrativa y sus temas principales, del trabajo de lenguaje que realiza, de cómo surgen sus historias, etc., pero también de la amistad que tuvo con escritores de la trascendencia de José María Arguedas y Julio Ramón Ribeyro, así como con artistas peruanos que siguen viviendo en Europa, como el pintor Herman Braun.

Un tema que también se abordó fue el compromiso del escritor con la sociedad. Pita dijo que un escritor, como cualquier artista, necesita libertad plena para crear, pero que esto, al menos en su caso, no lo aleja de su condición de ciudadano. “La figura del escritor revolucionario tiende a desaparecer, felizmente”, dijo, pero a la vez indicó que le parecía “una desgracia que el artista se exonere de una participación cívica en la sociedad”. En el Perú de hoy, subrayó, “hay que luchar contra la destrucción de la naturaleza en vastas regiones del país y contra la destrucción de la democracia por los timadores y estafadores que tenemos como autoridades”.

UNA NOVELA SOBRE LA VIOLENCIA

Uno de los entrevistadores, el profesor Abraham Prudencio, se refirió a su trabajo literario actual y le preguntó si no tenía “alguna primicia”. Alfredo Pita anunció que ha terminado una novela cuya historia transcurre en Ayacucho, en pleno conflicto interno. Esto es una gran noticia para sus lectores, ya que en los últimos años el escritor cajamarquino sólo ha publicado libros de cuentos y memorias. En razón de esto, lo hemos buscado para que nos hable de su nueva novela y otros temas.
—¿Su compromiso ciudadano explica su activismo antiminero?

—No soy antiminero por las puras. Estoy contra la real y probada destrucción de las fuentes de agua y del marco de vida de la gente. En esta medida acompaño de todo corazón la lucha de mi pueblo, Celendín, en Cajamarca, contra el proyecto Conga, en vista de que el gobierno ha optado por convalidar la acción criminal de la mina.
—Su visión del compromiso ciudadano tiene poco que ver con la antigua noción del “arte comprometido”…

—No tiene nada que ver. Esa noción era una invitación al arte mediocre. La única obligación artística que debe tener un escritor es escribir bien.
—¿Qué le ha motivado a tocar en su libro el tema de la violencia?

—Bueno, son muchos los motivos que tengo. Estuve en la zona de Ayacucho en 1983, reemplazando a uno de los periodistas asesinados en Uchuraccay. En las semanas que pasé en el lugar vi muchos cadáveres, por lo que el drama de la violencia interna lo he llevado siempre en mí, como posible tema para un libro, como una deuda para con mis colegas muertos y para conmigo mismo.
—Otros ya han tocado el tema e incluso piensan que está agotado.

—Pues se equivocan. Pese a lo ya publicado, los años de la violencia apenas comienzan a ser tratados. Vendrán más libros y más historias. Muchas cosas están por decirse.
—¿Podría darnos un adelanto sobre su novela?

—Es la historia de un periodista que llega a Ayacucho en 1991 para intentar un gran reportaje y que busca entender la mecánica de la guerra sucia que se daba allí.
—¿Su actuación como periodista en los días de Uchuraccay, de alguna forma le ha dado elementos para su novela?

—Uchuraccay está presente en la historia, pero como parte de un telón de fondo. El relato es un lento viaje en los meandros culturales que esconden la realidad social peruana y explican la violencia. Para un peruano, limeño o no, entender Ayacucho en esos años era difícil. Había que ser ayacuchano para comprender lo que allí ocurría. Para subrayar esta distancia, mi personaje es un extranjero algo anarquista y sin prejuicios.
—La violencia en Ayacucho, ¿cómo la aborda?

—Es difícil responder a esto. He intentado recrear el horror cometido contra los individuos, pero buscando también un diapasón para la tragedia colectiva.
—¿Cuánto tiempo te tomó la redacción de su novela?

—Empecé a escribirla hace diez años, pero la interrumpí.
—¿Por qué…?

—Por lo que has dicho, había mucha gente publicando sobre Ayacucho. No quería aparecer como un escritor oportunista que se aprovecha de un tema de moda.
—¿Cuál es el título del libro?

—Ya lo verás cuando salga. El manuscrito lo he trabajado bajo el título de 1991, la Batalla de Ayacucho, pero no sé si será el título definitivo.
—¿La va a publicar en Lima, en España o en París?

—La voy a publicar en Europa, seguro, pero quisiera que salga pronto en el Perú. Para esto tengo que hallar el editor adecuado.
—¡Cómo así…, el editor adecuado!

—Necesito en Lima un editor que me pague un adelanto correcto. Necesito dinero para ayudar a los familiares y víctimas de la violencia que el Estado peruano ha desatado contra la población campesina de Cajamarca.
—Admiro su idea del compromiso ciudadano y su permanente cercanía, simpatía para con las víctimas. Para terminar, ¿invitaría a otros escritores a que se aúnan a su posición, a sus proyectos de ayuda?
—Esto es algo personal. Estamos en una época de mercadeo, poco propicia para que los artistas se piensen ciudadanos, pero no seamos pesimistas, hay algunos, y no son pocos, que sí lo hacen, que sí piensan en los demás, felizmente. No podemos pretender vivir en una sociedad democrática y civilizada si no luchamos por los derechos humanos y por los derechos de la naturaleza. Si queremos una vida digna para nosotros y nuestras familias, debemos luchar para que todos la tengan.

miércoles, 6 de marzo de 2013

UN INSURGENTE DE NUESTRO TIEMPO

Chavez era un militar latinoamericano, con la formación y las limitaciones de un militar latinoamericano, pero no se quedó allí. No era el rebelde intelectual, humanista e ilustrado que nos hubiera gustado, pero lo valioso es que se trascendió a si mismo. De ser el militar formado para obedecer a los poderes factuales que nos atenazan y asfixian, avanzó hacia el militar rebelde que se hace cargo del sufrimiento y de las necesidades de su pueblo e intenta remediarlos. Y su poder surgió y fue ratificado por las urnas democráticas, lo que obvian con sospechosa ligereza sus múltiples críticos, dóciles a las señas del imperio y golpistas contra sus propios pueblos cuando hace falta.
Imbuido de su bolivarismo y de su espíritu flamígero y singular, Hugo Chávez pensó el problema de la integración y la unidad latinoamericanas como único medio para salir de nuestra condición de estados neocoloniales, gobernados por poderes fácticos que obedecen a intereses ajenos. Su estilo era tal vez no muy refinado, pero su acción y su mensaje exploraron los caminos por los que nuestro subcontinente deberá avanzar para un día ser plenamente libre. Más que uno de nuestros próceres, quien ha muerto, sin duda, es un hermano actual. Un insurgente de nuestro tiempo, alguien que, con carencias y defectos, se planteó el problema de la dependencia y el sometimiento a un orden que decide por nosotros el destino que merecemos. Así debemos verlo. Su muerte alegra a la derecha cavernaria de todo el continente, pero duele a los pueblos. Esto es lo que cuenta para mí.
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El que en Estados Unidos haya gente como el director Oliver Stone y el actor Sean Penn, que hacen esfuerzos por entender el rumbo que quieren tomar Venezuela y los otros pueblos nuestros, me reconforta y alienta. Vean como Stone pinta a Chávez en este documental:
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lunes, 28 de enero de 2013

UCHURACCAY O EL SILENCIO DE LOS ASESINOS

Por Alfredo Pita
Fui uno los periodistas que llegaron a Ayacucho inmediatamente después de la masacre de Uchuraccay, hace treinta años. Entre los colegas asesinados estuvieron dos queridos amigos: el redactor Eduardo de la Piniella y el fotógrafo Pedro Sánchez Gavidia. No estuve en la terrible exhumación de mis colegas, pero sí en las diligencias posteriores, y, luego, en Lima, en su sepelio. Yo, Alfredo Pita, tomé el lugar de Eduardo de la Piniella en Ayacucho, como enviado especial de El Diario de Marka.
¿Cómo ocurrió la masacre, aquel el 26 de enero de 1983? ¿Quiénes participaron en ella? ¿Quiénes la decidieron? ¿Fue un hecho fortuito o fue calculado? Estas y muchas otras preguntas siguen sin respuesta. Siguen encubiertas por el denominado ‘secreto militar’.
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Siete de los ocho reporteros, a pocas horas de la tragedia.
La información, datos y testimonios que recogí a través de mi trabajo en Ayacucho me ayudaron a hacerme una idea global de la tragedia. Uchuraccay, y la masacre previa de Huaychao, que lanzó a los periodistas en búsqueda de información y los llevó a la muerte, no fueron, como pensaban algunos colegas entonces, el inicio de una política de amedrentamiento y silenciamiento del periodismo. Fueron la primera evidencia clamorosa, que escapó del marco ayacuchano, de que estábamos en plena guerra sucia, de que había una masacre silenciosa, de campesinos y sospechosos, y de que, tal como iban las cosas, esa masacre iba a multiplicarse en forma exponencial.
El periodismo “grande” y la sociedad entera callaban. Al margen de algunas pocas voces alarmadas, indignadas, callaban hasta los intelectuales. Y este silencio hablaba de la sociedad peruana y de su estado de conciencia en aquellos días. La Comisión de la Verdad tuvo toda la razón al señalar que hubo responsabilidad y silencio colectivos; pero lo que se olvido de decir y subrayar es que, si se hubiera denunciado la guerra sucia en aquel momento y se hubiese propuesto, y hasta impuesto, medidas inmediatas para detenerla, tal vez se hubiera evitado que la tragedia nos desangrara por quince años.
Ha quedado en mí, para siempre, indeleble, la impresión que tuve cuando entré en la habitación que habían ocupado Eduardo y Pedro, en el hostal Santa Rosa, al ver sus cosas, sus papeles, la maquinilla de escribir de Eduardo sobre la mesa, con una hoja de papel puesta en el rodillo. También martillean mi memoria los muchos cadáveres que vi en esos días, de gente ejecutada por unos y otros, en los alrededores de la ciudad. El olor de la muerte, con su cortejo de gestos congelados, sangre seca y moscas, se queda en uno definitivamente.
Nunca sabremos exactamente quién mató a quién aquella tarde en las laderas de Uchuraccay. Nunca sabremos cómo fue el instante postrero de cada uno de los periodistas y del guía que allí murieron, y a quienes hoy recordamos con dolor intacto. Nunca sabremos quién fue el asesino inmediato, el que dio el último golpe, el golpe mortal que acabó con la vida de cada uno de nuestros amigos y colegas que, buscando la verdad, murieron en ese rincón olvidado del Perú. Sólo nos queda la imaginación herida, la frustración, la amargura, una inextinguible sed de justicia.
Es hora, sin embargo, de establecer responsabilidades, de dejar en claro quiénes y cuándo decidieron las políticas que terminaron en la tragedia de Uchuraccay, y quiénes concibieron e impusieron, o permitieron, la masacre que terminó con la vida de miles y miles de peruanos inocentes como nuestros mártires.
Uchuraccay fue un episodio de la guerra sucia cuyos efectos llegaron hasta Lima, pero que no fueron suficientes como para desatar una reacción ciudadana frente a la sangría ayacuchana, que nadie quería ver en toda su dimensión. Eran los días de la doctrina terrible de “hay que matar sesenta campesinos para que mueran tres terroristas”. Evidentemente, los responsables no fueron sólo los ejecutantes inmediatos de los crímenes: sinchis o no, marinos o no, campesinos o no. Uchuraccay es la llave para abrir el arcano de una guerra que no ha revelado aún sus secretos. Es todavía una batalla por librar. Es la deuda de justicia que tenemos con los muertos del 26 de enero de 1983 y con los muertos de las masacres previas y de las que vinieron después.
Es hora de establecer, ante la justicia y ante la historia, no sólo las circunstancias inmediatas de la ejecución de Uchuraccay y de los otros crímenes evocados, sino también la cadena de autoridad y de mando, y, por lo tanto, de responsabilidad por la orgía de sangre que duró más de quince años. Es hora de exigir la desclasificación de los archivos militares, tal como lo hacen hasta los países más celosos de su seguridad. Los mártires de Uchuraccay nos reclaman que terminemos la tarea que ellos se habían impuesto: ir en pos de la verdad.

París, 23 de enero de 2013

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domingo, 27 de enero de 2013

LA MUERTE DE UN LIBRERO

Me entero de la muerte de Jorge Vega, Veguita, el librero trashumante que por casi medio siglo recorrió las redacciones limeñas, vendiendo a sus escogidos clientes los libros escogidos que ellos no podían rechazar.
Por 1971, me vendió dos libros que nunca podré olvidar.
Sabiendo que aprendía francés, una noche, en "Expreso" me ofreció la Poesía Completa de Mallarmé en su propia lengua, en papel biblia, en la elegante edición de La Pléyade. Yo me relamía frente al volumen, pero viendo que le faltaban páginas del índice (habían sido cuidadosamente cortadas con tijeras) aproveché para regatear. Sonrió con sorna y me dijo: "¿Te has fijado quién firma la página de guarda?" Miré y leí: "Luis Hernández Camarero". "Las páginas que faltan, el hombre se las fumó", me ilustró. Le pagué lo que quiso y sin chistar.
En otra ocasión me llevó un libro titulado "Las novelas de caballería españolas y portuguesas", de Henry Thomas. El tema me interesaba. Viendo la firma del antiguo propietario la descifré de inmediato: "Mario Vargas Llosa". Lo miré con desconfianza y sospecha y él, casi ofendido, me miró con condescendencia. Ventiló las hojas del libro y, del centro, extrajo una foto carnet. Era Patricia, la mujer de Mario, en su época de estudiante. Era el marcapáginas de un lector enamorado. Pagué otra vez lo que quiso. No había ninguna duda, era un libro que había pertenecido al novelista. Años después, mi amiga Patricia Pinilla me contó que ese libro le había sido robado a Mario de su biblioteca por algún amigo indelicado. Felizmente, en ese tiempo, todos los libros valiosos en venta en Lima parecían ir a dar a manos de Veguita. A Mario pude devolverle su libro y a cambio me envió "Los cachorros", en la edición de Lumen, dedicada.

Aunque me hubiera gustado, por supuesto, no pude hacer lo mismo, por razones de ausencia mayor, con Lucho Hernández.
Veguita, en esos años, vivía como un filósofo epicúreo. Por las mañanas, en la primavera, el otoño y el verano limeños, casi indiferenciables, se vestía de Tarzán y, con la larga cabellera al viento, retozaba en La Herradura y otras playas, jugando fulbito, bebiendo cerveza o charlando con quien quisiera ilustrarse con su labia mordaz. Por las tardes y noches se dedicaba a su papel de misionero de la cultura en las redacciones o visitaba a sus amigas de La Nené. Era un sabio, a su modo. Hablando de sí mismo, en 2011 declaró: “Tenía todas las condiciones para ser periodista: no sabía nada”.
Vete en paz, querido amigo, que a algunos nos desasnaste, algo.
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Jorge Vega, Veguita, en los años 70, dedicado al arte que dominaba, la charla.


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