Me entero de la muerte de Jorge Vega, Veguita, el librero trashumante que por casi medio siglo recorrió las redacciones limeñas, vendiendo a sus escogidos clientes los libros escogidos que ellos no podían rechazar.
Por 1971, me vendió dos libros que nunca podré olvidar.
Sabiendo que aprendía francés, una noche, en "Expreso" me ofreció la Poesía Completa de Mallarmé en su propia lengua, en papel biblia, en la elegante edición de La Pléyade. Yo me relamía frente al volumen, pero viendo que le faltaban páginas del índice (habían sido cuidadosamente cortadas con tijeras) aproveché para regatear. Sonrió con sorna y me dijo: "¿Te has fijado quién firma la página de guarda?" Miré y leí: "Luis Hernández Camarero". "Las páginas que faltan, el hombre se las fumó", me ilustró. Le pagué lo que quiso y sin chistar.
En otra ocasión me llevó un libro titulado "Las novelas de caballería españolas y portuguesas", de Henry Thomas. El tema me interesaba. Viendo la firma del antiguo propietario la descifré de inmediato: "Mario Vargas Llosa". Lo miré con desconfianza y sospecha y él, casi ofendido, me miró con condescendencia. Ventiló las hojas del libro y, del centro, extrajo una foto carnet. Era Patricia, la mujer de Mario, en su época de estudiante. Era el marcapáginas de un lector enamorado. Pagué otra vez lo que quiso. No había ninguna duda, era un libro que había pertenecido al novelista. Años después, mi amiga Patricia Pinilla me contó que ese libro le había sido robado a Mario de su biblioteca por algún amigo indelicado. Felizmente, en ese tiempo, todos los libros valiosos en venta en Lima parecían ir a dar a manos de Veguita. A Mario pude devolverle su libro y a cambio me envió "Los cachorros", en la edición de Lumen, dedicada.
Aunque me hubiera gustado, por supuesto, no pude hacer lo mismo, por razones de ausencia mayor, con Lucho Hernández.
Veguita, en esos años, vivía como un filósofo epicúreo. Por las mañanas, en la primavera, el otoño y el verano limeños, casi indiferenciables, se vestía de Tarzán y, con la larga cabellera al viento, retozaba en La Herradura y otras playas, jugando fulbito, bebiendo cerveza o charlando con quien quisiera ilustrarse con su labia mordaz. Por las tardes y noches se dedicaba a su papel de misionero de la cultura en las redacciones o visitaba a sus amigas de La Nené. Era un sabio, a su modo. Hablando de sí mismo, en 2011 declaró: “Tenía todas las condiciones para ser periodista: no sabía nada”.
Vete en paz, querido amigo, que a algunos nos desasnaste, algo.
Por 1971, me vendió dos libros que nunca podré olvidar.
Sabiendo que aprendía francés, una noche, en "Expreso" me ofreció la Poesía Completa de Mallarmé en su propia lengua, en papel biblia, en la elegante edición de La Pléyade. Yo me relamía frente al volumen, pero viendo que le faltaban páginas del índice (habían sido cuidadosamente cortadas con tijeras) aproveché para regatear. Sonrió con sorna y me dijo: "¿Te has fijado quién firma la página de guarda?" Miré y leí: "Luis Hernández Camarero". "Las páginas que faltan, el hombre se las fumó", me ilustró. Le pagué lo que quiso y sin chistar.
En otra ocasión me llevó un libro titulado "Las novelas de caballería españolas y portuguesas", de Henry Thomas. El tema me interesaba. Viendo la firma del antiguo propietario la descifré de inmediato: "Mario Vargas Llosa". Lo miré con desconfianza y sospecha y él, casi ofendido, me miró con condescendencia. Ventiló las hojas del libro y, del centro, extrajo una foto carnet. Era Patricia, la mujer de Mario, en su época de estudiante. Era el marcapáginas de un lector enamorado. Pagué otra vez lo que quiso. No había ninguna duda, era un libro que había pertenecido al novelista. Años después, mi amiga Patricia Pinilla me contó que ese libro le había sido robado a Mario de su biblioteca por algún amigo indelicado. Felizmente, en ese tiempo, todos los libros valiosos en venta en Lima parecían ir a dar a manos de Veguita. A Mario pude devolverle su libro y a cambio me envió "Los cachorros", en la edición de Lumen, dedicada.
Aunque me hubiera gustado, por supuesto, no pude hacer lo mismo, por razones de ausencia mayor, con Lucho Hernández.
Veguita, en esos años, vivía como un filósofo epicúreo. Por las mañanas, en la primavera, el otoño y el verano limeños, casi indiferenciables, se vestía de Tarzán y, con la larga cabellera al viento, retozaba en La Herradura y otras playas, jugando fulbito, bebiendo cerveza o charlando con quien quisiera ilustrarse con su labia mordaz. Por las tardes y noches se dedicaba a su papel de misionero de la cultura en las redacciones o visitaba a sus amigas de La Nené. Era un sabio, a su modo. Hablando de sí mismo, en 2011 declaró: “Tenía todas las condiciones para ser periodista: no sabía nada”.
Vete en paz, querido amigo, que a algunos nos desasnaste, algo.
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Jorge Vega, Veguita, en los años 70, dedicado al arte que dominaba, la charla. |
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