La República - Lima, 25 de julio de 2004
Por Alfredo Pita
Alguien tocó el timbre y acudí a la puerta, aquella noche de invierno, cerca de Navidad, hace unos diez o doce años. Abrí y ante mí apareció, en la luz pálida del rellano, la silueta de un hombre alto, fatigado, con dos maletas a su lado. En medio de mi sorpresa lo reconocí de inmediato, por su delgadez, por su talante, por sus extraños ojos claros. Era Alfredo Torero.
Vivía entonces, con mi familia, en el sudeste de París, en el "sudeste asiático", como lo llamaba yo por la gran cantidad de vecinos vietnamitas y camboyanos que nos rodeaban. Alfredo no me había escrito, ni llamado por teléfono. Se presentó así, como varado por un naufragio, en un puerto que suponía hospitalario y protector, mi casa. Sobre esto no se equivocaba.
No habíamos sido amigos antes, pero lo éramos. Ambos habíamos compartido un privilegio inmenso: el haber estado cerca a José María Arguedas, él en su condición de ser uno de sus mejores amigos, sino el mejor, y yo en la del amigo joven, la del vago discípulo, el poeta sanmarquino al que la bondad de José María y de Sybila les había hecho ahuecar un espacio en su afecto y en su casa.
Lo conocía, pues, de lejos. Incluso diría que lo conocía bien porque en Los Angeles (Chaclacayo), en la mesa de los Arguedas, llena de fruta, choclos, queso fresco, locros y otros guisos serranos, su nombre aparecía con frecuencia, evocado por José María, o por sus amigos, con esa difusa, secreta admiración que suscitan los verdaderos hombres de conocimiento. Porque Alfredo Torero, el lingüista y quechuólogo, era uno de esos sabios que raramente el Perú produce y más raramente ayuda o alienta.
En casa se quedó unos diez días. Dormía poco y, por la mañana se quedaba largamente en la cama. Olga se ocupaba de él con el afecto que se da a los parientes lejanos que de algún modo se conoce y se quiere. Estaba cansado, enfermo (deprimido, me decía yo para mis adentros), devastado por lo que le acababa de ocurrir, por la destrucción del mundo, de su mundo. Sus opciones políticas lo habían acercado a gente vinculada al terrorismo y él los avalaba. Perseguido, amenazado durante el fujimorato, había tenido que partir al exilio, y en el exilio se daba cuenta, de pronto, no solo de su orfandad sino también de la relatividad de algunas de sus creencias e ideas. Las buenas intenciones que adoquinan el infierno, ya se sabe.
No cejaba, sin embargo, en su convicción profunda (que yo compartía, por supuesto, aunque apuntando a otros medios) de que el Perú no podía ser para siempre el horror que había parido la Historia, en el que sólo una franja escasa de la sociedad vivía una vida digna de ese nombre, mientras el resto sobrevivía como podía con el pie del desprecio y el hambre en el cuello. En largas noches, después de la cena, conversábamos sobre nuestro país y nos desesperábamos el uno al otro tirándonos a la cara la inviabilidad, o el angelismo, de nuestras respectivas recetas o soluciones.
Alfredo no quiso quedarse en Francia, donde le hubiera sido fácil conseguir trabajo por sus conocimientos, su nivel académico y sus relaciones. Eran los últimos tiempos del régimen de Mitterrand y yo tenía, por entonces, algunos amigos con influencia como para gestionar su permanencia en el país. Prefirió irse al norte de Europa, como si algo lo motivara a acentuar aún más su aislamiento y su soledad.
En Amsterdam ha vivido y trabajado en estos años sin que a nadie, en las alturas del poder en el Perú, se le ocurriera que quién sabe había llegado el momento de separar el grano del salvado y de reintegrar al país a un gran talento, a un investigador, a alguien que tenía, por sus conocimientos científicos, mucho que enseñar a los nuevos peruanos. A un hombre que, en todo caso, nunca le hizo daño a nadie.
Sabía, por amigos comunes, que sus males se acentuaban, que la ceguera lo amenazaba, que en Lima sus amigos hacían gestiones, y me indignaba preguntándome hasta cuándo, los que hablaban del Quinto Suyo, no iban a tener la inteligencia de perdonar y reintegrar a la patria a este peruano esencial. No pasó nada.
Hace poco, los amigos comunes me informaron de que el final se precipitaba para él, de que ya era tarde para nuevas gestiones, públicas o privadas, para repatriarlo. Así, en esas condiciones, Alfredo Torero emprendió un último y terrible viaje, hacia Valencia, en el sur de España, para morir cerca de su hermana, cerca de un pedazo de su familia y su país, de ese país que llevó en todos esos años de destierro clavado en el corazón.
Hoy no queda sino el consuelo improbable de los homenajes póstumos. Descansa en paz, viajero del invierno, del invierno de la incomprensión y la intolerancia.
París, 15 de julio de 2004
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