lunes, 28 de enero de 2013

UCHURACCAY O EL SILENCIO DE LOS ASESINOS

Por Alfredo Pita
Fui uno los periodistas que llegaron a Ayacucho inmediatamente después de la masacre de Uchuraccay, hace treinta años. Entre los colegas asesinados estuvieron dos queridos amigos: el redactor Eduardo de la Piniella y el fotógrafo Pedro Sánchez Gavidia. No estuve en la terrible exhumación de mis colegas, pero sí en las diligencias posteriores, y, luego, en Lima, en su sepelio. Yo, Alfredo Pita, tomé el lugar de Eduardo de la Piniella en Ayacucho, como enviado especial de El Diario de Marka.
¿Cómo ocurrió la masacre, aquel el 26 de enero de 1983? ¿Quiénes participaron en ella? ¿Quiénes la decidieron? ¿Fue un hecho fortuito o fue calculado? Estas y muchas otras preguntas siguen sin respuesta. Siguen encubiertas por el denominado ‘secreto militar’.
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Siete de los ocho reporteros, a pocas horas de la tragedia.
La información, datos y testimonios que recogí a través de mi trabajo en Ayacucho me ayudaron a hacerme una idea global de la tragedia. Uchuraccay, y la masacre previa de Huaychao, que lanzó a los periodistas en búsqueda de información y los llevó a la muerte, no fueron, como pensaban algunos colegas entonces, el inicio de una política de amedrentamiento y silenciamiento del periodismo. Fueron la primera evidencia clamorosa, que escapó del marco ayacuchano, de que estábamos en plena guerra sucia, de que había una masacre silenciosa, de campesinos y sospechosos, y de que, tal como iban las cosas, esa masacre iba a multiplicarse en forma exponencial.
El periodismo “grande” y la sociedad entera callaban. Al margen de algunas pocas voces alarmadas, indignadas, callaban hasta los intelectuales. Y este silencio hablaba de la sociedad peruana y de su estado de conciencia en aquellos días. La Comisión de la Verdad tuvo toda la razón al señalar que hubo responsabilidad y silencio colectivos; pero lo que se olvido de decir y subrayar es que, si se hubiera denunciado la guerra sucia en aquel momento y se hubiese propuesto, y hasta impuesto, medidas inmediatas para detenerla, tal vez se hubiera evitado que la tragedia nos desangrara por quince años.
Ha quedado en mí, para siempre, indeleble, la impresión que tuve cuando entré en la habitación que habían ocupado Eduardo y Pedro, en el hostal Santa Rosa, al ver sus cosas, sus papeles, la maquinilla de escribir de Eduardo sobre la mesa, con una hoja de papel puesta en el rodillo. También martillean mi memoria los muchos cadáveres que vi en esos días, de gente ejecutada por unos y otros, en los alrededores de la ciudad. El olor de la muerte, con su cortejo de gestos congelados, sangre seca y moscas, se queda en uno definitivamente.
Nunca sabremos exactamente quién mató a quién aquella tarde en las laderas de Uchuraccay. Nunca sabremos cómo fue el instante postrero de cada uno de los periodistas y del guía que allí murieron, y a quienes hoy recordamos con dolor intacto. Nunca sabremos quién fue el asesino inmediato, el que dio el último golpe, el golpe mortal que acabó con la vida de cada uno de nuestros amigos y colegas que, buscando la verdad, murieron en ese rincón olvidado del Perú. Sólo nos queda la imaginación herida, la frustración, la amargura, una inextinguible sed de justicia.
Es hora, sin embargo, de establecer responsabilidades, de dejar en claro quiénes y cuándo decidieron las políticas que terminaron en la tragedia de Uchuraccay, y quiénes concibieron e impusieron, o permitieron, la masacre que terminó con la vida de miles y miles de peruanos inocentes como nuestros mártires.
Uchuraccay fue un episodio de la guerra sucia cuyos efectos llegaron hasta Lima, pero que no fueron suficientes como para desatar una reacción ciudadana frente a la sangría ayacuchana, que nadie quería ver en toda su dimensión. Eran los días de la doctrina terrible de “hay que matar sesenta campesinos para que mueran tres terroristas”. Evidentemente, los responsables no fueron sólo los ejecutantes inmediatos de los crímenes: sinchis o no, marinos o no, campesinos o no. Uchuraccay es la llave para abrir el arcano de una guerra que no ha revelado aún sus secretos. Es todavía una batalla por librar. Es la deuda de justicia que tenemos con los muertos del 26 de enero de 1983 y con los muertos de las masacres previas y de las que vinieron después.
Es hora de establecer, ante la justicia y ante la historia, no sólo las circunstancias inmediatas de la ejecución de Uchuraccay y de los otros crímenes evocados, sino también la cadena de autoridad y de mando, y, por lo tanto, de responsabilidad por la orgía de sangre que duró más de quince años. Es hora de exigir la desclasificación de los archivos militares, tal como lo hacen hasta los países más celosos de su seguridad. Los mártires de Uchuraccay nos reclaman que terminemos la tarea que ellos se habían impuesto: ir en pos de la verdad.

París, 23 de enero de 2013

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domingo, 27 de enero de 2013

LA MUERTE DE UN LIBRERO

Me entero de la muerte de Jorge Vega, Veguita, el librero trashumante que por casi medio siglo recorrió las redacciones limeñas, vendiendo a sus escogidos clientes los libros escogidos que ellos no podían rechazar.
Por 1971, me vendió dos libros que nunca podré olvidar.
Sabiendo que aprendía francés, una noche, en "Expreso" me ofreció la Poesía Completa de Mallarmé en su propia lengua, en papel biblia, en la elegante edición de La Pléyade. Yo me relamía frente al volumen, pero viendo que le faltaban páginas del índice (habían sido cuidadosamente cortadas con tijeras) aproveché para regatear. Sonrió con sorna y me dijo: "¿Te has fijado quién firma la página de guarda?" Miré y leí: "Luis Hernández Camarero". "Las páginas que faltan, el hombre se las fumó", me ilustró. Le pagué lo que quiso y sin chistar.
En otra ocasión me llevó un libro titulado "Las novelas de caballería españolas y portuguesas", de Henry Thomas. El tema me interesaba. Viendo la firma del antiguo propietario la descifré de inmediato: "Mario Vargas Llosa". Lo miré con desconfianza y sospecha y él, casi ofendido, me miró con condescendencia. Ventiló las hojas del libro y, del centro, extrajo una foto carnet. Era Patricia, la mujer de Mario, en su época de estudiante. Era el marcapáginas de un lector enamorado. Pagué otra vez lo que quiso. No había ninguna duda, era un libro que había pertenecido al novelista. Años después, mi amiga Patricia Pinilla me contó que ese libro le había sido robado a Mario de su biblioteca por algún amigo indelicado. Felizmente, en ese tiempo, todos los libros valiosos en venta en Lima parecían ir a dar a manos de Veguita. A Mario pude devolverle su libro y a cambio me envió "Los cachorros", en la edición de Lumen, dedicada.

Aunque me hubiera gustado, por supuesto, no pude hacer lo mismo, por razones de ausencia mayor, con Lucho Hernández.
Veguita, en esos años, vivía como un filósofo epicúreo. Por las mañanas, en la primavera, el otoño y el verano limeños, casi indiferenciables, se vestía de Tarzán y, con la larga cabellera al viento, retozaba en La Herradura y otras playas, jugando fulbito, bebiendo cerveza o charlando con quien quisiera ilustrarse con su labia mordaz. Por las tardes y noches se dedicaba a su papel de misionero de la cultura en las redacciones o visitaba a sus amigas de La Nené. Era un sabio, a su modo. Hablando de sí mismo, en 2011 declaró: “Tenía todas las condiciones para ser periodista: no sabía nada”.
Vete en paz, querido amigo, que a algunos nos desasnaste, algo.
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Jorge Vega, Veguita, en los años 70, dedicado al arte que dominaba, la charla.


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