sábado, 3 de mayo de 2008

TULIO MORA, TOLEDO Y 3 POEMAS

EL PAGO DE LA REPARACIÓN Y LOS ÁNGELES

Me escribe Tulio Mora, el viejo amigo, el primer condiscípulo que se me acercó en la Ciudad Universitaria de San Marcos, en aquel abril de los cachimbos de 1967. Él venía de Huancayo, yo del norte. "¿Tú escribes, no?", me dijo y me llevó a conocer a José, a Elqui, a Oscar, a Ana María, a todos los que ya conformaban por entonces el proyecto de la revista "Estación Reunida", que luego sería nuestro club implícito de bohemia adolescente, más que grupo.
En los años siguientes, Tulio adhirió a "Hora Zero" y se convirtió en uno de sus puntales, al tiempo que se dedicaba a sus diversos proyectos de promoción cultural.
Nada de esto le ha impedido una permanente participación y vigilancia cívica.
Me escribe unas líneas a propósito de una información, fechada en Berlín, según la cual el presidente Alejandro Toledo habría desechado una ayuda del gobierno alemán que le habría permitido empezar a pagar la reparación a las víctimas de la violencia, tal como lo recomendaba la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR). Dice Tulio:
"Yo trabajé en su gobierno y me jacté de que el mismo fuera, aparte del de Paniagua, el único que mantuvo el respeto a los derechos humanos y de que él se marchara sin sangre en las manos. Hubo sólo dos muertos durante su gestión: el alcalde de Ilave y un estudiante universitario, también en Puno, pero esto último le costó el cargo al general que sacó a la tropa.
Sería realmente lamentable (la información sobre la ayuda alemana, nota mía) y hay que sacarla a la luz para desenmascararlo".
Pasando a su trabajo literario, Tulio me alcanza tres poemas inéditos -formidables, a mi juicio-, que están dedicados al poeta puneño Carlos Oquendo de Amat, "el ángel detrás de la lluvia", y a dos amigos comunes nuestros, al querido José Antonio Ríos, "el ángel turbulento", y al poeta infrarrealista mexicano Mario Santiago, "el ángel en las pelusas de la noche". Los comparto con los lectores:


ÁNGELES DETRÁS DE LA LLUVIA

Tulio Mora

Pues muertos están los ángeles y ciego se quedó el Señor.
Paul Celan


CARLOS OQUENDO DE AMAT
EL ÁNGEL DETRÁS LA LLUVIA

Yo sé que tú estás esperándome detrás de la lluvia.
C. O. A.
En ese sueño Oquendo mira tras la lluvia su tortura. Lo visten
de overol y encogido en un barril emite el suspiro más horrendo.
Tiene el agua que lo enturbia rencor de ladrillo y pasadizo,

los cables desprenden un arco voltaico entre sus plumas,
el agitado relumbrón de la lámpara duplica las plegadas alas
sucias de abono y melancolía. Crece bajo pan de estrella

un llanto de tuba, muecas de martirio, silencio impío. El ángel
se sale de su funda, entra en el dolor de Oquendo, le borra
la flacura como borra el contacto de tu cuerpo la marca del jabón.

Luce ahora terno gris -Oquendo, o sea el ángel- y al pie del lago
baila tangos. Hay en ese asomo de sonrisa un mapa que siempre
lo conduce a dormir en la vacía banca de una iglesia, a una batalla

de pistoleros en la frontera, a los plátanos de una danza erótica
que la ballerina arroja a la platea y Oquendo, el ángel demacrado,
los devora. Flores en la balanza pesan lo que su limbo entero,

moretones en la piel y la tos manchada, tos de cueva, a escondidas,
de vergüenza pura. La madre bebe ron de quemar o trementina,
se frota la sortija, tizas (o plumones) de colores decoran la pizarra:

palabras de incontenido ardor, lo que se mira es lo que se piensa
es lo que se siente, un paisaje sentimental. El ángel vanguardista
calza de lejos. Poemas son avisos comerciales: con sus tubos

rojos, en lo espigado de la ciudad, anuncia elefantes ortopédicos
y caen manzanas del bigote del aviador. Sólo por el afecto de trazar
itinerario a la ironía, imagina al mariscal Benavides en el teléfono:

¿qué diámetro desea para su barril? ¿Cuántos kilovatios toleran
sus indefensos testículos? ¿Ha pensado en un desodorante mientras
lo cuelgan en el potro? Ademanes ascendentes, toses de ocasión

y vocación. Si riera el ángel cuando menos podría Oquendo
perdonar a Oquendo. Algo cae de sus brazos: el padre, bellísimo
en su intransigencia, contempla al obispo del Ku Klux Klan

que convoca a las mesnadas y brilla la casa del doctor afrancesado
con hachas de fuego feudal. Esa madrugada le viene a la memoria,
viento atracado en la zampoña, resuellos de carrizo apuran

la fuga familiar. El padre: lo dejé en la ventana, la madre: su foto
era un intento de suicidio, los amigos: no era un ladrón de frutas
pero estuvo a un pelo. Y ¿tiene usted una vara de eucalipto para

escribir en las arenas claras esa confianza de salir de la prisión
ni delator ni delatado? Los que fueron a su tumba: el cantinero
derramó, sobre una torre de copas de champán, la cascada

mineral que bebimos en su honor. Muy Oquendo, muy virrey,
un comunista señorial sin cama y con el pulso de esos pasajeros
que viajan colgados de sus caligramas. Una mirada (muy francesa)

remedando y remendando el mundo. Habría que salir del polvo
de sus tizas de colores para comprender ese consuelo de arquitecto:
grandes avenidas, bocinazos, alegría aun en policías de un azul

apuesto. Lo moderno, nuestra mierda nacional, royéndole los pocos
bronquios, el poco dedo que rozó las teclas de la máquina
Underwood. Y lo tangible, lo medible, lo pesable: 5 metros,

por ejemplo, es la extensión del traje que ocupó siempre a deshora.
El ángel que ahora bañan, tan Oquendo como el patio donde
una muchacha prende un cine, un cisne en su mejilla, pasa en limpio

sus poemas en papel japón. Llueve siempre, llueve inmaterial, pero
ya no llueve limpio. Y a gritos se derrama en la ablución punible.
Ser casi de verdad, castigo en tanta ala, comedor cansado

en plato de brisa. Un testigo: bueno, uno es peruano y tiene
su accidente policial, ¿qué Oquendo no es un ángel a la hora
de mostrar sus documentos? Y sin embargo se pinta golondrinas

en las cejas, se toca el pulso, registra los grados de la fiebre,
cuida sus esputos. Papelitos impecables, servilletas de lujoso hotel
doblados con esmero se llevan la escritura del pulmón ferido.

Una enfermedad de siglo, agrega el mariscal, una cifra, asiente
con una reverencia escoria obispo, que ya catorce mil Oquendos
pasan por el mismo pasadizo antes de leer poemas acéntricos.

Cierto, algo nos afilia a su mueca compasiva. Hay en el ángel
con anteojos rayos láser una mirada que picotea en el futuro,
eso es poesía acéntrica, la ciudad de letreros invertidos: prohíbe la tristeza,

en el hotel del Grito repinta el fajín del horizonte, lee con prisa
los diarios del año 2100, ¡un doctor, un doctor! (llama a su padre),
receta píldoras de mar y riega a la luna en la maceta. Construir otro

cielo, qué tal locura modernista. Usted dirá, ¿por qué no?, era un poeta,
¡está mintiendo!, grita el prefecto de Arequipa con su diente de oro,
¡nombres, nombres!, las oxidadas paletas del ventilador dan rienda

a su concierto. Pasemos del barril a Puno, a esa foto donde baila
el tango de su última sonrisa. No ha regresado allí desde
su infancia, padre/madre, la heredad en latas de humo, nada

ha quedado, salvo avispa obispo, el futuro salta cojo entre los surcos.
Su primo: reía en un chorrito, la novia junto al auto: le gustaba
conversar con viejas lavanderas, un soldado: lo andaban persiguiendo

desde Oruro. En esa danza va en arcángel a espantar al diablo
macho, al diablo diablo, craneando descolgar sus tizas,
remojar al sol en una frase de ríos bondadosos, recordando

al cronista policial que obsequia al carterista la ternura del apache
y a Tom Mix la cabalgata recia en auto patrullero. Otro aviso
comercial: relojes anudados a despreocupadas rosas y cae, cae, cae

el ángel del piso 25 y en todas las ventanas Oquendo lo despide
casi feliz, casi perdiz, al alquiler de la mañana, en vals de trenzas,
de tarjetas, de nostalgias. Y Mary Pickford besándole los ojos.

¿Era feliz?, se disculpa el mariscal, ¿era lombriz?, mete su cuchara
escombro obispo. Pero entonces lee la carta: otra muerte, otro
padre, otra tos que resbalar por los pañuelos perfumados del salón.

Suena el fox-trot en esa mancha sin sílabas que brota de su sangre.
Padre, se repite, viendo la foto del sepelio, los números de Amauta,
la silla de ruedas donde lame un gato la sombra de Mariátegui.

Quizá el otro ángel amputado lo vio con ojos nuevos, atado a las rejas
de un jardín de espejos. ¿Oquendo?, cuídese esa tos, deje a los obreros
con su gorra a cuadros capturar el cielo, concluya usted el verso

que dejó colgado en la falda de las chicas. Pero ya caen al barril pumas
e indios con sus botas de oro, la madre con su nombre lento y sus músicas
humildes. El ángel de la lluvia cruje, Oquendo entra al sueño verdadero.



JOSÉ A. RÍOS
EL ÁNGEL TURBULENTO

Los voy a buscar hasta el infierno.
J. A. R.
Al ángel turbulento la noche le parece residir
al interior de una botella rota. A sus 20 años
él y los ángeles cuatreros ya se pintan con el rojo

bandera de las emboscadas, en forros de dudosa
referencia a dogmas que acumulan capítulos
de muerte, pichones de la hoguera donde -esa es

la artera partera de la innoble gloria- más arderán
en masa, en mesa de naufragios, en misa de labios
arrancados. Malos sueños, rabia desvestida,

postergaciones del deseo bajo amenaza
de una clonación del tiempo pervertido
contra inclementes profecías. Un auto

se marchita en esa luz de menta donde las armas
pesan lo que ausentan, fogonazos y sorderas,
la cremación en grandes hornos industriales.

Una sola certeza: el ángel del abismo, de idioma
fronterizo y arrojado a la ambigüedad,
por puro instinto huye por zaguanes hacia atrás

donde ya todo le ha ocurrido. Nadie más
turbio que él, murmulla él de sí en el aire
enrarecido por los grillos y el verano yendo

por ese torbellino hacia las cuentas pendientes
que se arreglan, como en el cine, con disparos y falsos
pasaportes. Al bronco alborotado el minúsculo

montón de cálidas coartadas y esas mañas
sin mañanas que se pesan por atroz revelación.
Planos de bancos asaltados, tiroteos en playas

pedregosas, épicas que atizar con disolvencias
de luz, desasidas crujen las bisagras de la historia
y no pasan más los pájaros por su cielo de agua

tibia -si es que tiene cielo- donde él sueña reposar
con mancebos mondados y montados. Corvas dunas
del insomnio siempre similar, como dos gotas

de ron, se piensa de quien grito y garabato
escribe de la bruma cuando da con su memoria
condenas de sí solo, saliendo al mundo

como de una madriguera. Un perro terminal.
Con mano que acaso acariciara sus propias
perforaciones de la fe, y no este anticipo

del gran río de una tragedia inacabable,
en descampado incendio traza el círculo virtual
de la zozobra: ¿apenas somos la copia desgastada

de un mismo rencor? ¿Lo que quisiéramos
precipitar tiene una sola derrota y todas las traiciones?
¿En qué volcán recién parido ahogaremos al sol

del exterminio? El ángel turbulento mira de reojo
la última acuarela de Lima, extraviado en afilado
rayo y sabiendo que asiste al entierro del futuro.

Por eso petardea al luto de la madrugada
decorándola con el destello de una estrella
delatora. A él, el ángel turbulento, de pellejo

duro y ronquera del infierno, a él y los otros
gavilleros de aromados sobrenombres
que en el mapa de las conspiraciones pretendían

degollar al animal destino, los prendedores
del peor remordimiento. ¿Así todo arrancó, así todo
mancó? Claro, aún puede decir -pero ahora está

en Varadero escurriendo en el cuerpo de arena
de un miliciano una afrenta inmerecida-: si escarbo
hacia adelante más muertos danzan y no los lloran

ni la lluvia del reposo ni el responso de la revolución.
Solitario de todas las cantinas, de risa desbocada
y apacible furia que jamás lo desocupa

destrenza de las eras proscritas inocencias. Un ángel
de esquina alerta ante las cercanas ululaciones
de patrulleros y redadas. ¿Enero? Siempre fue enero

para él, leal a toda despatriada sombra. Así quedó
bajo nubes mariconas, asolapadas en la eterna sospecha
pero siempre de intacto júbilo y con toda su fragilidad

salvaje. Ya en París, muchos años después,
con la tribu de los saqueadores del barrio XVI,
se reconocería el inquilino travestido de Polanski

borroneando la imagen de la misma noche:
filósofos de ironía comedida, abogados de crispados
laberintos, poetas renegados de nostalgia, con ellos

traspirando invariables pesadillas. Todos duraron
lo que ya se está muriendo, yéndose por el mismo
callejón con los ariscos a ese punto en que el espejo

lame el océano de otra sangre. Lo veo inmóvil
en esa secuencia de un poste resplandeciente
de polillas donde el gángster se toca el corazón

y sabe que aún sobreviviente ya no es él, ni siquiera
girando el tambor de su pistola o de un recuerdo
moribundo. El de erráticos arranques, con sus bromas

vocingleras, piensa desde entonces y siempre
sin remanso, trascribiendo a control remoto
este presentimiento: el asma de su discordia

ya tuvo una infancia demolida y contra él mismo
vuelve a echar la venganza de esa iniquidad
incitando las batallas de su alma a una aspereza injusta.

Callos de la suerte, después surcos, billetes
suspendidos en la niebla, una pericia policial.
Perro peripecia errando por todos los costados

del fracaso, sí, hay un cielo que tumbar, pero
¿cuándo y para qué? Fue en enero, en ese mes
ladrón de sol y noches sin anestesia. Tres tristezas

le bastaron como imagen del mundo. Ahora
muerto el ángel turbulento y sus amantes
se van de aguas a un bar de espejos redimidos.


MARIO SANTIAGO
EL ÁNGEL EN LAS PELUSAS DE LA NOCHE

Aquí está el poeta surgido quién sabe de qué oscuro vientre
M. S.
Echado entre sus libros, con una fractura en la clavícula,
Mario se ve rodando por los escalones de mármol
del palacio de Bellas Artes: ganosa, gansosa de un crimen

de letras, la poesía mexicana se defiende. Una navaja
reluce bajo el solemne faro de su fama y el agridulce autista
es expulsado por su lengua de Pachuco saltando entre

las mesas del Blanquita, como habría hecho Tin Tan o Marcos
sin pasamontañas. Aspira pegamento en una bolsa bajo
el consuelo de la luna cuernilarga, meciéndose en una cúpula

radiante: el símbolo que estorba en esa arquitectura sin revés.
Le aburre el entramado simétrico del techo, él hubiera
preferido un caos de telaraña. Piensa en Euclides, según

la venganza de Harry Martinson, midiendo las losetas cuadradas
del infierno, “el país plano de la maldad”. ¿No existe acaso
ese país, el padre que elige la coartada de la ausencia o del pasado

para negar al poeta renacuajo -mezcla de perro venusino
& caracol marciano-, su lengua de carnales y rascuaches?
Estuches de casetes dispersos son vagones de un tren

descarrilado, la liebre desinflada del colchón al centro
de la sala, paredes enchapadas de madera y un pino
raquítico creciendo en un barril de la azotea. ¿Morrison

o Jagger?, husmean los lobos penitentes en las pelusas
de la noche. No en el techo, sino en el vacío que arruma
una guitarra, como una religión, Mario raspa el aire:

al estallar el verso un lustrabotas cruza la amplia aduana
de la divinidad. En esa danza travestida del albur gotean
el mezcal y su gusano, hay hornacinas art nouveau

de yeso -¿para poetas premiados, aplaudidos, becados
por la revolución?- y ladra el perro de la Virgen Anaranjada
antes de correr por las paredes como un motociclista

de circo. La mansedumbre en una nube, esa concreta
noche de Tepito: smog, escarcha, ríos de sandía.
Vibra el piso de madera ante el paso de un avión,

es el pequeño dije que se cuela por los trazos
de su lapicero sobre un cuaderno de caligrafía: así
emergen sus poemas hijas drogas del drogo de quien

viene, las migajas-hoguera de su pan galáctico,
rayando, subrayando a la pantera que de un salto
desciende de un camión antes de cruzar el aro de la noche

striptisera. El ojo -y la lengua- atrapados en esa trampa
urbana no pasan por el adn ceremonial de la poesía
mexicana. Ergo: alguien, sobra y sombra, histrión de hueso

sobre hueso, en la lerda Enciclopedia de la Amnesia
no registrará jamás el ácido semen de su nombre.
Un patrullero brama en la ciudad donde el haikú

se graba en la enyesada pierna, menos que luciérnagas
afuera brillan el vidrio y la navaja. ¿Tiene caso
despachar del alma otro sentido? El amoroso desmadrado

recuerda a la muchacha que fue rastreando desde
el metro de París hasta un kibutz de Hebrón, pero antes,
y en su nombre, bajo las exactas campanas de Viena,

escribió prolijos expedientes para una potencia
de la Guerra Fría. Ángeles de pulquería, las moscas
de su sueño se duplican, estorba el signo en la clavícula

pagana, otro hueso, otra espina renuevan su belleza
en esa playa donde la espuma es la escritura inútil
que se lame de la misma nostalgia: un beso eterno.

Cómo interpretar una poética de rasurar tunales, qué
engranaje del discurso muerde el corazón de Wirikuta:
la gorda madona mercantil (&), la cifra (1) que refunde

el sexo del artículo, el verbo tromba en las ovejas
ramoneando su lanuda suerte en el último arroyo de Tlalpan.
Entras en su patria y es el zaguán de los milagros invertidos,

maya trascribiendo el Ciclo Incierto de la Transa
y la evasión masiva por las púas (/) de Tijuana,
cuádruples puntos (::) en el lampiño coyote de la migra.

El grado cero paradero en el pronóstico sin tiempo.
Mario Santiago, hay veces que la tierra se sacude
las escamas y las nuevas pirámides se caen, naipes

de Tarot aplastados por la planta de un gigante, pasa
el huracán con su antifaz de narco y en la luna calva
de la Guadalupe montas a pelo el cráter del volcán.

Cero pues a la hora del incendio. El dolor ha rebrotado
mientras la arquera Diana, en la azotea, oxida sus senos
de forjado hierro en la puerta del inmóvil ascensor

desde los tiempos de Zapata, salta el polvo tras el bote
de una pelota de básket y zapatean los muchachos
vigorosamente, cantando alrededor del pino: “en mi

metro cuadrado no se mete nadie, estamos bailando
mi tragedia y yo”. Y las hojas de afeitar (azules,
descartables) reposan en el húmedo musgo de la ducha,

chapas de cerveza ruedan como los dados ruidosos
del Señor mientras el sobreviviente agradecido se faja
lentamente el hombro chivo de las expiaciones donde

la poesía mexicana ha blandido el sonoro mazazo
de la mafia. Agradecido de vivir, no de escribir, de no ser
electroshockeado/como su carnal más chavo, se siente

madre de su madre (el poeta abuela del venado),
arrumando cuadernos de blasfemias, donde su mirada
de alacrán o colibrí lava a la peña soledad de los ácidos

chubascos. En esa azotea de un palacio colonial, maniquíes
y puestos de comida al paso/al peso notarías, hay otra
diosa en la escalera de piedra, sudada, renegrida, cables

de luz son el tejido muscular en la botella de formol, otros
casetes -más himnos de Lou Reed- y menudos conejos
que olisquean lo que siempre dejas, Mario, hebras de tabaco

en los bolsillos, una sonrisa invicta y escogidas frases de la burla.
También la luna como bola de billar que traza una impecable
curva en el paño del desierto. Y en ese corazón la muerte no entra.


(Lima 1999-2008)